Recuerdo aquella entrevista perfectamente. El entrevistador, Joaquín Soler Serrano, advierte: "Porque el amor es ciego, o eso dicen...". Y el entrevistado, un enorme Juan Carlos Onetti, se agarra al sillón y, como el que nunca se ha repuesto de algo, añade: "¿Ciego? ¡Además es sordo!".
Hay que ir con tacto;
tocar, además, con la lengua primero
y con el corazón nunca. Si se toca el corazón, se ilumina
el gran
sol
rojo
en la nariz del payaso.
Que cada acorazada célula del cuerpo
atienda a la razón de las armas.
Se le dice a la raquítica mente:
¡ama!;
se le dice al apesadumbrado pene:
¡ahora, tú, haz lo que la mente
ya no
puede!.
Tener olfato;
saber por el olor,
nada más que por el olor,
que en la cocina ya no hay nadie.
Y sólo queda, en aras
de la sensatez, apagar los fogones
y tirar el guiso
a la basura.
El hambre no se va.
Hay que tener siempre
algo de fiambre en la nevera. Y cerveza suficiente,
suficientemente fría, que derramar sobre tu rostro
cuerpo abajo
durante los años que dure el otoño calcinante.
La sed tiene un sabor afilado, polvoriento y seco
y, si abres la boca para beber,
se empantana el estómago con barro.
Se calma, sin embargo.
Con pan, mortadela y cerveza
se calma.
Sostuve la esperanza por un instante
antes de dar el primer sorbo; traté
de alargarla
masticando y masticando
antes de tragar el bocado,
la decepción.
Era hambre y era sed. Amor no era;
ni ninguna otra clase
de absurdos sentimientos.
¡Y qué paz, qué paz que da!
¡La panza llena,
y los sentidos
recuperados!
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