El
cartero ha llamado al interfono y me ha hecho bajar porque traía un envío
certificado para mí. Si la memoria no me falla, no recuerdo estar esperando
ningún envío de nadie, pero mientras bajo las escaleras hago un rápido regreso
mental en el tiempo.
Miro el
remitente y ahora sí que me sorprendo. No por quién es, sino por no saber quién
carajo es. Se llama Maite. Conozco a una chica con ese nombre, pero no es ella,
los apellidos no coinciden. El paquete viene desde Alcorcón, y que me cuelguen
del pene si conozco a alguien en Alcorcón. Pero mi nombre y mi dirección vienen
inequívocamente escritos como destinatario; escritos a mano. Lleva precinto de
lo que parece una empresa de mudanzas y guardamuebles, cosa extraña porque
nunca me he mudado de casa desde que nací. Me gusta especialmente la dirección
de donde proviene el paquete: calle Alegría.
En estos
tiempos de ordenadores e internet, alegra recibir una carta escrita a mano.
Cuando es un paquete alegra no saber qué lleva dentro, la tremenda suerte que
tiene uno entre sus manos al sostener algo desconocido, pero que será revelado
en breve con sólo romper el envoltorio. Disfruto alargando este instante. Si
pudiéramos saberlo todo así. Tener trozos de conocimiento aún no revelado
convenientemente encerrados en cajas, o en paquetes convenientemente envueltos,
y poder abrirlos sabiendo que no sabes qué hay dentro, pero que pronto lo
sabrás.
No sé si
abrir el paquete. Puede contener tantas cosas. Sin embargo, en cuanto lo abra,
ya sólo contendrá una, sólo una, y no habrá marcha atrás. Sólo espero que no
sea un gato muerto… Pero tengo que abrirlo. Demonios, me muero por saber quién
es Maite, qué tengo yo que ver con Alcorcón o Maite conmigo, y qué es esto que
ha venido hasta mí desde una calle llamada Alegría.